HOLA AMIG@

Amigo de las letras y de los sones que ellas encierran, agradezco tu presencia en esta sinfonía de palabras, que sólo enmudecen para escuchar tu silencio. El precioso silencio de quien disfruta de la lectura. Te dejo mis versos y mis cuentos, para que vayas despacio, hacia tu propio encuentro.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Esperando Mañana


El viento de Octubre golpea mi rostro reseco y quebradizo, que parece abrirse en grietas oscuras y sebosas, para  que el polen de la fiebre germine allí en nuevos delirios. A pesar de todo no es eso lo que me está matando. Tampoco es el dengue que me regaló una tarde un errante insecto de mierda. Es más bien la impotencia que me deja sin fuerzas.
                Lo vi de repente, parado entre el cortinado  y la cama, perfilando a trasluz su cuerpo delgado, y sus largos cabellos ondulando contra el viento,  que parecían acercarme un soplo de aire fresco sobre la piel de la fiebre. Quise sentarme en la cama pero extendió su mano y con un suave empujón en el pecho volvió a recostarme.
                No pude ver su rostro en ese momento; el resplandor del día inundaba mis pupilas vidriosas y la transpiración que demoraba en pasar por lo surcos embotados de mis párpados, no ayudaban a aclarar la mirada. No obstante me encontré de pronto parado junto a Él en el antepecho de la ventana, mirando al vacío.  Debajo de nuestros pies parecía no haber nada. Bruma y viento enredando las hilachas y un sopor cada vez más fuerte haciendo estragos.
                -Mira  -me dijo- y extendió su brazo como descorriendo un velo.
                Y miré en silencio. Volvían de la guerra.  Las calles embanderadas, los palcos, los balcones, los edificios, los palacios gubernamentales, las sedes diplomáticas, los parlamentos, el vaticano. Miles de papelitos arrojados desde los ventanales saludaban efusivos a los triunfadores. Las avenidas sin autos, en todas sus anchuras, eran ríos de gente que seguía a los héroes hilarantes de gozo. Pude ver sus caras de felicidad, sus agitados semblantes henchidos de orgullo y sus manos, sus labios, sus ojos, sus frentes, lucir las diademas del triunfo. Muchas eran caras conocidas que en el devenir de la historia habían logrado  ir construyendo de a poco este momento,  ahora se sentían plenos, satisfechos, pletóricos. Había Papas, Reyes, príncipes y gobernantes, profesionales de todas las disciplinas, investigadores, caballeros y escuderos, filósofos, literatos y poetas, santos, orfebres, artesanos y  hechiceros, mujeres de belleza indescriptible y ondulantes senos y jóvenes atléticos y apuestos que gozaban de las mieles del triunfo y que ahora bebían de sus bocas el elixir de los románticos.
                – ¡¿Ganamos?!  -le pregunté a punto de sumarme a la euforia.
                –No, perdimos -me respondió lacónicamente.
                Desconcertado volví a mirar los rostros. Entonces vi a la horda de humillados que aún podían sostener en sus cuellos las pesadas cadenas que los unían unos a otros. Eran los cautivos, los expatriados, los mendigos, los obreros del puerto, los campesinos despojados, los indios, las prostitutas, los niños vejados, los que habían sido desgarrados del útero y los que tenían las carnes desprendidas de sus huesos por la contaminación del agua, los mineros esclavizados de los socavones y los que quedaron sin pies y sin manos porque amasaron la droga en las piletas con ácido. Iban otra vez  los indios y sus hijos barrigones y arrugados y también iban sus perros, sus caballos y sus vacas, cayéndose de piojos, porque todo les había sido quitado.
                – ¡Vamos!  -me dijo, y tomándome de la mano me zambulló en la fila de los vencidos. Lo vi tomar la cadena más pesada, la que nos unía a todos, y tirando hacia delante, jadeante, encorvando el lomo a punto de rozar con su barba el suelo, logramos pasar por frente al palco de los vencedores para hacer aún más perfecta su loca algarabía.
                –De todo lo que viste -me dijo-, no quedará piedra sobre piedra. Mañana nos toca a nosotros. 
Y me devolvió a mi cuarto. Ya había calmado el viento.

Eduado Albarracín 
El cuero de los otros

domingo, 5 de diciembre de 2010

Minucias (de carencias y pudores)


La necesidad agudiza el ingenio reza la frase popular. En verdad, fueron muchas las situaciones en que los humildes pobladores rurales tuvieron que sortear las carencias con ingenio, multiplicando sus habilidades, y en muchos casos, esas artes manuales rozaron la sabiduría.
Eran tiempos de vacas flacas y nada era descartable, ni siquiera el papel de diario que a veces, y sólo a veces, llegaba como envoltorio de alguna mercadería adquirida en los almacenes de los pueblos. Todo se transformaba en algún utensilio que venía a suplir lo que no podía comprarse.
En aquellos tiempos, años 40 – 50, los materiales destinados a envases o embalajes de algunos productos eran de “primera calidad”, y nadie se avergonzaba de tener en su casa algún mueble hecho de maderas de embalaje o cubrecamas y cortinas confeccionadas con bolsas de harina o de cemento portland, que eran de fino algodón y que se teñían con anilina o tintes naturales, según sea el caso. Es más, hasta se exhibían con orgullo para demostrar la capacidad transformadora y, como si no alcanzara la anécdota,  puede decirse que, al menos una vez, una de esas manualidades sirvió para detener una pelea.
Fue en un baile de carnaval. Los clásicos juegos acompañados de papel picado, serpentinas, agua florida y ramos de albahaca, despertaban celos entre pretendientes no declarados o maridos “ojos alegres” que acosaban mujeres ajenas (o viceversa). Fue por una de esas causas que se armó la trifulca. Silla va, silla viene, y entre trompadas y botellazos, la paisanada desplegaba el arsenal de la contienda. Las mujeres gritaban y los chicos, prendidos de sus polleras, se batían a puro berrinche. Nadie podía detener la pelea, hasta que una corajuda mujer, algo gordita, de mediana estatura, cincuentona ella, entró decidida en medio de la batahola. Un certero golpe, directo al mentón, la hizo girar como un trompito y cayó al suelo culo para arriba, dejando su fina lencería, de color  “rosa viejo” teñida con raíz de quimil, al descubierto.
Bordeaban aquellas nalgas un octógono negro de bordes anchos y en su centro, en grandes caracteres podía leerse: Loma Negra – 50 Kilos Netos.
En medio de miradas sin disimulo y alguna que otra carcajada incontrolable, se calmaron los ánimos y siguió la fiesta.
Eduardo Albarracín
Cuentos de entrecasa