Diminuto, vencido por el peso de la historia, el viejo Absalón camina la larga calleja de los pinos. Lo envuelve una niebla, húmeda y pegajosa, que agiganta sus recuerdos de torcidas memorias.
Era de noche y como en toda noche, los silencios abruman los sentidos; el olor a flores secas, de jazmines y orquídeas volteadas por el viento, se resquebrajaba bajo sus pies torpes y cansinos. Un gutural coro de lechuzas lo sigue hasta la tumba de la mujer amada; la que se fue sin haberse ido.
Absalón conversa con ella largas tertulias de amantes furtivos. Suave, sigilosamente tierno, levanta con sus manos temblorosas la blanca calavera, y estampa en la ósea frente el más sentido de los besos; acaricia la calva y le apoya la mejilla, mientras de entre los restos de mortaja, las huesudas manos entrelazadas se dejan ver como un manso signo de aprobación y entrega. Es otra manera de hacer el amor. No hay dudas para ellos.
Absalón y Zenaida son lo que siempre han sido: amantes a escondidas. Cuando la noche se convierte en alba y la niebla en retirada devuelve la claridad a los espacios, Absalón baja la tapa del lustroso cofre y se despide con un…
–Hasta mañana. -El quejido herrumbroso de las bisagras le contesta; y el se imagina un adiós a regañadientes.
“–No te preocupes -le dice-, mañana volveremos a vernos.
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