HOLA AMIG@

Amigo de las letras y de los sones que ellas encierran, agradezco tu presencia en esta sinfonía de palabras, que sólo enmudecen para escuchar tu silencio. El precioso silencio de quien disfruta de la lectura. Te dejo mis versos y mis cuentos, para que vayas despacio, hacia tu propio encuentro.

miércoles, 27 de abril de 2011

La Estrella que no fue (de la vida real)


(Imagen de la web)

            El invierno se presentaba crudo en aquel Julio de 1960. La helada que cayó durante toda la noche, había dejado los pastizales alrededor de la casa como una sábana blanca, extendida  y ondulante. Los baldes con agua que habían quedado en el brocal del pozo, se asemejaban a diamantes lechosos y algodonados.
            El viejo Ángel y uno de sus hijos, -mi chango, decía él-, junto al boliviano que vivía con ellos, reunidos al rededor del fuego, tomaban unos mates buscando juntar calor y fuerzas para emprender la jornada. Ellos en el campo, él en la mina de berilo.
            La mujer de Ángel   -Doña Azucena- y sus hijos menores, dormían.
            Hombre callado, el bolita (dicho cariñosamente), de apellido Vejerano, ese día había amanecido locuaz como nunca y, entre mate y mate, contó que había descubierto un “tubo” (Así se le llama a la forma cristalina columnar del mineral), que él calculaba, podía andar cerca de los doscientos kilos.
            –Si se me da, con este “paso al frente”. -se esperanzaba el viejo minero.
            –Ojalá mi amigo  -contestó con un quejido don Ángel, mientras se echaba hacia delante para levantar la pava del brasero.
            Y se quedaron pensando por un rato. En silencio.
            Ángel le había arrendado una porción de campo a Vejerano que, a juzgar por las investigaciones que éste había hecho, habría berilo en cantidad suficiente. Como para darle “una mano”  hasta que se vean los frutos, le prestaron una pieza para que se alojara. Al poco tiempo se hizo como de la familia.
            –Mucho trabajo me está dando la piedra -apuntó el bolita- es muy dura y ya me estoy quedando sin herramientas.
            – ¡Mire usted!  -fue la respuesta con tono de asombro de don Ángel, aunque él sabía que eso era cierto. Le alcanzó un mate y a su devolución dijo “gracias”, poniendo fin con esto a la mateada.
            Vejerano había llegado del Norte, solo y con muy escasas pertenencias. Según contaba, desde muy joven había trabajado en las minas de estaño de su país, en el plomo de Aguilar y también en el oro del Culampajá, en Catamarca. Se había quedado sin familia debido a su vida trashumante, hasta que un día decidió ganarse la vida por cuenta propia y así fue que recaló en estos pagos en busca de nuevos desafíos. Lo atraía el  berilo, de gran demanda por esa época y a buen precio.
            Aquella mañana, después de la mateada, rumbeó despacito para la mina, con la cabeza gacha, como masticando el sueño de lograr destapar aquella joya que le daría una buena recompensa.
            Ángel y su muchacho ensillaron los caballos y tomaron otro rumbo, campo adentro a rodear algunas vacas que andaban con cría chica. A eso del medio día, los camperos escucharon el “reventón” de la dinamita y festejaron con un grito. Seguro Vejerano había logrado arrancarle a la Pachamama  -como él la llamaba-  el tesoro milenario que tanto soñaba.
            Se aprestaban a volver a la casa, cuando escucharon los gritos desesperados de los chicos que andaban con las cabras: ¡Papá! ¡Papá!  -que se estrellaban angustiosos contra el viento norte, que silbaba entre los matorrales que apenas habían logrado entibiarse con la resolana.
            Estiraron un galope. Algo debe estar pasando. Al llegar, se dieron con la infausta noticia:
            –Papá, ¡se ha matao don Vejerano!
            – ¿A dónde está m’hijo?
            –No se, en el corral están las piernas  -dijo el chico tiritando de frío y de un desconocido estupor para un niño de diez años.
            El mayorcito, de unos doce o quizás trece, que ya tenía plena conciencia de la muerte, lloraba desconsoladamente abrazado a la cintura de su madre, que también lloraba sin alcanzar a comprender el por qué de la tragedia.
            Nunca se sabe de donde se sacan fuerzas cuando casos como este atropellan sobre la fragilidad humana; pero Ángel y su chango fueron corriendo a la mina a ver qué había pasado. Allí, no había nada. Las herramientas estaban  tiradas en el piso,  había un poco de piedra estéril removida y la excavación, de unos pocos centímetros de profundidad, que indicaba que el famoso tubo no había sido más que cáscara.
            Vejerano había resuelto poner fin a la lucha, atándose una dinamita al cinturón y prendiéndole la mecha.
            Con dolor, pero con entereza, Ángel y su chango buscaban reunir los fragmentos del cuerpo.
            En el naranjo que había en el  patio de la casa, colgaban las vísceras.
Eduardo Albarracín

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