HOLA AMIG@

Amigo de las letras y de los sones que ellas encierran, agradezco tu presencia en esta sinfonía de palabras, que sólo enmudecen para escuchar tu silencio. El precioso silencio de quien disfruta de la lectura. Te dejo mis versos y mis cuentos, para que vayas despacio, hacia tu propio encuentro.

lunes, 11 de abril de 2011

La Loquita


El cortejo fúnebre se desplazaba lentamente bajo la fría llovizna de Mayo. El ataúd, envuelto en un plástico de color negro, sobresalía un poco de la caja del carrito que lo transportaba. Atrás, haciendo zigzag para no perder el equilibrio, un pequeño grupo de ciclistas acompañaba en silencio.
         Nadie le conocía familia, ni hijos ni parientes que hubieran podido ubicarse para informarles del acontecimiento, así que tuvieron que hacerse cargo los vecinos en un acto de misericordia.
         –Mirá vos, si  no fuera por el perro… - comentó uno como para instalar un tema de conversación en la monótona marcha.
         –Pobrecito el animal,  qué habrá visto para llorar de la forma que lloraba -contestó otro en medio del pelotón compungido.
         –Y… los animales ven lo que uno no puede, si hasta presienten los temblores, más con razón la muerte  -agregó Faustino, el dueño del terreno donde estaba el ranchito de la difunta, como queriendo darle un toque de misterio a la cosa.
         –Vos sabes que mi tío Alberto, el que vivía en el campo, antes de morir lo llevó al perro al monte y lo colgó de un árbol -dijo el rengo Tito, acomodándose a la conversación de lo otros-, para que no sufra cuando quede solo, según le había dicho al Juanito, un vecino que vivía por ahí cerca.
         – ¿Y cómo sabía tu tío que se estaba por morir? -interrogó el chueco Luna moviendo a risas.
         –Debe ser que lo presentía -fue la oportuna salida de Tito.
         – ¡De tanto vivir con el perro! Gritó uno desde el fondo de la línea y todos rieron.
         –Llevalo vos al perro de la loquita, porque me parece  que a vos no te falta mucho -bromeó otro fulano en lo que ya era una viva jarana.
         Había muerto “la loquita”. Una mujer sin historia conocida, que arribó una vez a la ciudad sin que nadie supiera de donde vino. No estaba en su sano juicio, así que recibía tratos repartidos entre la caridad, la burla y el recelo. A veces andaba vestida de hombre, enfundada en unos pantalones de varios talles más grandes que su estrambótica figura; otras veces se la veía de minifalda, con remera y cartera bien acomodada al hombro o bien de mameluco azul, desecho de algún mecánico caritativo.
         Se alimentaban, ella y su perro, de la misma olla que le llenaban en el asilo cada día por medio.
         – ¡Ehh! apurá ese carro que está lloviendo fuerte  -gritó un piadoso de entre el grupo de acompañantes, y se escuchó el azote caer como un rayo sobre las ancas de la inocente mula.
         – ¿Ya está caba’o el pozo? -Se le dio por preguntar -a esta hora-  al chueco Luna.
         –Andá vé  -lo animó Segundo Fuentes-, y como zafando de la angustiante marcha, de un embalaje se alejó del pelotón mojado por la lluvia.
         En el cementerio, el panteonero también había entrado en apuro.
         –Se está mojando mucho la tierra  -dijo-, después se pone muy pesada y es un laburo bárbaro tapar el jonca.
         –Ya vienen  -tranquilizó el Chueco.
         Entraron con el cajón a pulso, cruzando los brazos por abajo para que no se desfondara y ya sin la cubierta de plástico negro.
         – ¿Y esto? -preguntó asombrado el sepulturero al ver que el cajón no tenía tapa, ni tampoco las manijas.
         –Lo que pasa es que nos dieron este cajón en la funeraria. Nadie tiene plata para comprarle uno -respondieron casi a coro.
         – ¡Hijos de puta! Qué les costaba darle uno como la gente, después de alguna forma le pagábamos  -opinó el hombre de negro.
         – ¿Qué hacemo? -cuestionó el carrero que, además, era el dueño del plástico pero que lo necesitaba para tapar el adobe.
         –La pongamos así nomas, ¡es lo mismo! -opinó Tito.
         Y descendió despacio al fondo del hoyo,  oscuro y húmedo como las entrañas que la parieron, pero de cara al cielo, como le corresponde a los buenos. Después le caerán encima los terrones de barroso suelo, pesadamente y sin clemencia, para tapar la vergüenza ajena.
         La lluvia seguía cayendo, impiadosa y fría, sobre el pequeño grupo de vecinos que, resignados a la mojazón, volvían apiñados de la misma forma en que habían ido: Discutiendo qué hacer con el perro.

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