HOLA AMIG@

Amigo de las letras y de los sones que ellas encierran, agradezco tu presencia en esta sinfonía de palabras, que sólo enmudecen para escuchar tu silencio. El precioso silencio de quien disfruta de la lectura. Te dejo mis versos y mis cuentos, para que vayas despacio, hacia tu propio encuentro.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La Carta

Las manos pequeñas, con las palmas selladas una contra la otra y los pies juntitos, la niña reza frente a la imagen de la Virgen de los Desamparados.
            Los runrunes monocordes de las recitadoras de rosarios, se suceden automáticos durante toda la tarde. La novena a la Virgen llega a su punto cúlmine y las cuitas de cientos de peregrinos se yerguen esperanzadas.
            Sin embargo, ¿Quién puede acaso imaginar el desborde emocional y místico de aquella almita solitaria, frente a un cielo inescrutable aunque de subyugante omnipresencia?
            Nadie. Toda imaginación se dispersaría en un mar de fantasías. Sólo el que está en el cuero sabe y siente la verdadera dimensión de su realidad cósmica.
            Absorbida por ese trance, la niña reza.
            “–Virgencita de los desamparados (…) dame fuerzas…
            Los ojos “mirones”, ávidos de respuestas que alimenten el morbo a expensa de los dolores ajenos, siguen los gestos de la niña descuidando la propia razón de sus presencias.
            Dueña de sus dolores, la niña reza.
            “–Virgencita de los desamparados (…) dales el descanso eterno…
            A los servidores del santuario les parecía mucho el tiempo de permanencia de la niña frente a la venerada imagen, que temían que se desvaneciera, y fueron a ver al cura para pedirle algunas indicaciones.
            El cura escuchó con atención los comentarios y decidió ir personalmente  a verla.
            Sigiloso, sin despertar suspicacias, se acercó a la urna y se puso a arreglar las flores, mientras agudizaba el oído a las plegarias de la devota.
            “–Virgencita de los desamparados (…) yo y mis hermanitos huérfanos te necesitamos…
            Inesperadamente la niña hincó su rodilla en el suelo y estirando su mano, dejó una carta sobre el altar de sus ruegos; se santiguó y salió en silencio del templo.
            El cura tomó la carta entre sus manos y dirigiéndose a la sede, se sentó a leerla.
            Con letra prolija de niña de cuarto grado, sobre papel de carta y adornados sus márgenes con corazones y estrellas entrelazados, detallaba sus súplicas y pesares:
“Virgencita de los desamparados: me llamo Marta, tengo nueve años y soy la mayor de tres hermanos. Hace dos años murió el papi y hace unos días la mami; quedamos solos en la casa.
El tío Ramón nos llevó a dormir con ellos unas noches pero tuvimos que volver a cuidar nuestras cositas, porque él dice que si no, nos pueden robar hasta las gallinas. ¿Puede haber gente mala que se aproveche? Si todos saben lo que nos pasa.
Yo no se cocinar todavía, por eso vamos a buscar la comida a la casa de los tíos, pero cuando aprenda, ya voy a cocinar yo solita. Mi hermanito Carlos tiene 6 años y Javier 5, ellos me ayudan a limpiar la casa. Los tres vamos a la escuela, ellos juegan en el recreo pero yo no puedo, estoy muy triste.
Por eso he venido a traerte esta carta, para que me ayudes a pasar este momento. Dice mi tío que es difícil, pero que tengo que ser fuerte. Por eso te pido que me des esa fuerza. Quiero criar a mis hermanitos como si yo fuera la mami, y aprender a cocinar yo misma como si fuera grande.
Te pido que los ayudes a ellos a entren en el cielo. Los queremos muchos como yo te quiero a vos virgencita de los desamparados…
            Dobló el papel y salió presuroso del templo en busca de la niña. El maremágnum de la plaza ya la había sumergido en el anonimato y se fundió con la romería de promesantes que no cesaban de llegar al Santuario. Se quedó afligido. ¿Quién conocerá a esa niña? ¿De dónde habrá venido?
            Pregunta y respuesta descansarían pronto en el olvido.
            Marta regresaba a su casa en el mismo camión que los promesantes habían alquilado para ir a la fiesta. Algunas mujeres mayores  -a quienes la confiaron-  la cuidaban como a sus propias hijas y le prodigaban algunos mimos, solidarios con su angustia.
            Algunos hombres, pasados de copas, cantaban sus desaires en canciones tristes.
            El camión subía lentamente la cuesta de chaupiñan, rezongando con negras bocanadas de humo en cada cambio de marcha. Iba un poco excedido de carga.
            Casi al salir del intrincado camino y sin que alguien pudiera alguna vez explicarlo, el motor se detuvo y el pesado vehículo empezó a retroceder cuesta abajo. Los gritos y la desesperación eran una realidad cruel que rodaba junto con ellos. El camión cayó al precipicio y en cada tumbo que daba, los cuerpos de los promesantes eran lanzados por el aire para luego pegar con violencia contra las rocas.
            Las huellas mudas de la tragedia alertaron a quienes pasaban por ese camino horas más tarde.
            – ¿Qué pasó aquí? -era la pregunta obligada.
            Las luces de las linternas enfocadas hacia la profunda quebrada, se dispersaban ineficaces a mitad de la larga falda del cerro. Todo era desolación y nerviosismo.
            –Bajemos -se animaban algunos.
            –No, vamos a buscar ayuda  -opinaban otros.
            Finalmente el día se hizo cargo de darles claridad a los acontecimientos. El grupo de rescatistas que se había formado a partir de los distintos pedidos de auxilio, fueron sacando de a uno los cuerpos inertes de los desafortunados promesantes.
            –En este camión viajaba mi madre. ¡Por Dios que esté viva! -se desgarraba una mujer en llanto.
            –Y también mis hermanos  -acompañaba otra en la aflicción esperanzada de encontrarlos vivos.
            Marta no tenía quien se acuerde de ella, pero ella también iba en el camión de la tragedia.
            Abajo, entre la masa informe de fierros que había quedado como mudo testimonio del fuerte impacto, una voz, frágil y doliente, llamaba por el nombre a sus compañeras de viaje. Alguien pedía ayuda. Nadie escuchaba. No había nadie en ese profundo y áspero tajo que la naturaleza había dibujado caprichosamente.
            Pasaron las horas, se fue el día y los cuerpos desgarrados, mutilados, irreconocibles, fueron de a poco depositándose a la vera del camino para ser luego trasladados a la morgue de la capital, desde donde serían entregados a sus familiares.
            Nadie sabía a ciencia cierta cuantos iban, quienes iban, si todos volvían o si alguien hubiera decidido quedarse. Sin embargo de a poco iban cerrando los números del fatídico pasaje.
            Desesperados  los tíos de Marta arribaron también a la morgue del hospital a buscar a la niña.
            “Un camión repleto de peregrinos de la Virgen de los Desamparados que regresaba a Puilcha, por la cuesta del chaupiñan, en las Sierras del Norte, cayó a un precipicio sin dejar sobrevivientes” -afirmaba la noticia oficial del accidente y continuaba: “Luego de participar de los festejos religiosos, el camión regresaba a dicho paraje repleto de promesantes. Según afirmaron algunos testigos, el transporte iba excedido de peso y los hombres -incluido el chofer- estaban alcoholizados”.
            Ramón -el tío de Marta y sus hijos que lo acompañaban, no pudieron identificar a la niña entre los cuerpitos de los menores fallecidos. Al tercer día de infructuosa búsqueda, decidieron ir al lugar del accidente a ver, por las dudas, no haya sido rescatado el cuerpo de la niña que, por pequeño, podría haber quedado por ahí oculto.
            Buscaron incesantemente entre los vestigios, sin dejar espacio que no fuera minuciosamente revisado. La tarde noche había empezado a perfilarse en la profundidad del precipicio y el frío agotaba aún más las fuerzas  -siempre hace frío por las noches en la sierra-. Sin desanimarse, llegaron hasta el último vestigio que quedaba por revisar, el chasis y algunos otros fierros resistentes y pesados que habían arribado hasta cerca del fondo, como una sola masa informe de hierros retorcidos. Era todo lo que quedaba de lo que había sido el camión de los Chávez.
            Empezaron a dar vueltas los hierros recogiendo pequeños objetos que habían quedado atrapados y que carecían de valor y hasta de importancia, hasta que uno de ellos alcanzó a ver una manito, extendida como buscando aferrarse de algo.
            – ¡Aquí está! ¡Aquí está!  -Dijo el joven y Ramón,  de un salto, se puso a la par  para ayudarle a tirar del hierro.
            –Despacio, despacio, ¡puede estar viva! -Le imploró Ramón, a la vez que ordenándole a su hijo.
            –“Vengan también ustedes -les pidió a los otros dos menores que los acompañaban.
            Los jóvenes, aterrorizados, no querían ver el cuerpo de Martita destrozado. Pero accedieron a la orden.
            –Metete por ahí vos que sos mas chico  -le dijo Ramón a Carlos, el menor, de unos 14 años-, indicándole la abertura que habían logrado hacer entre la maraña de acero.
            Metió Carlos su cabeza y dejando un brazo atrás como para poder entrar por ese estrecho puente que habían formado los hierros, se deslizó como nadando, pero en realidad arrastraba su pecho por sobre las piedras que soportaban  -tambaleante- la carrocería maltrecha del camión siniestrado. Carlos alcanzó a tocar la cabeza de aquel cuerpito que hasta entonces nadie sabía de quien se trataba, y sintió un calorcito en su mano.
            – ¡Esta viva! -grito con un grito ahogado por la incomodidad y el miedo, y salió como impulsado por una fuerza desconocida, con los ojos desorbitados.
            –Metete de nuevo carajo ¡y sacála!  -le increpó Ramón  y el muchacho no tuvo otra opción que obedecer callado.
            –Ayudálo vos por este otro lado  -le indicó a Jorge que permanecía impávido.
            –Meta mierda, que se hace de noche, ¡movete carajo!  -presa de los nervios Ramón gritaba y tiraba desesperado de los hierros buscando sostener la estructura para que no se cerrara el agujero que habían hecho. Con el lomo encorvado y los cachetes de la cara, rojos de sangre a punto de estallar, Ramón y su hijo mayor hacían fuerza sobrehumana.
            Fueron segundos, pero eternos, hasta que por fin salió el cuerpito de Marta. Entre sollozos fue recuperando el aliento.
            –Hija, ¿cómo estás hijita? -preguntó Ramón con inusitada ternura; aunque exhausto. Soltaron los hierros y lo que quedaba del camión rodó unos metros más abajo. La niña, temblando de frío, se acurrucó contra el pecho del tío y soltó sus emociones.           
            No tenía ni un rasguño.

Eduardo Albarracín

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